Casi tres años después de uno de los peores accidentes nucleares de la historia, en Fukushima se sigue luchando por controlar problemas como el de las filtraciones, a la vez que continúan los trabajos para desmontar las dañadas y contaminadas instalaciones.
La magnitud del problema que afronta esa central del noreste de Japón fatalmente azotada por un tsunami el 11 de marzo de 2011 se volvió a poner de manifiesto de una manera dramática el pasado agosto.
El Gobierno nipón sorprendió al mundo al revelar que la central de Fukushima vertía a diario cerca de 300 toneladas de agua radiactiva al mar, lo que calificó como un problema grave y urgente.
La acumulación de agua contaminada se convirtió entonces en la protagonista en la lucha de los 3.500 trabajadores que en durísimas condiciones intentan aplacar los peligros de la siniestrada central.
Este agua radiactiva se incrementa a diario por las cerca de 400 toneladas de agua subterránea que, proveniente de las montañas, se cuelan en los sótanos y se mezclan con el líquido tóxico.
La preocupación se elevó aún más cuando dos semanas después la operadora de la central reconoció que había detectado una fuga de 300 toneladas muy radiactiva en uno los 1.000 tanques para almacenar parte de ese líquido radiactivo, lo que evidenciaba un grave problema más.
Tanto es así, que las autoridades japonesas le otorgaron al accidente el nivel 3 (incidente serio) dentro de la escala internacional de sucesos atómicos tras consultar la situación con el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA).
La enorme fuga detectada se produjo desde uno de los 350 contenedores, más económicos y de rápida fabricación, que se construyeron de manera urgente tras el accidente de marzo de 2011.
Ensamblados con resina para unir sus juntas en lugar de soldarse, como se hace habitualmente, estos tanques fueron posteriormente protagonistas de numerosas fugas.
Todo ello, junto a varios errores humanos, puso en entredicho la gestión de la operadora TEPCO, propietaria de la central, y el Gobierno nipón anunció que se implicaría más en la gestión de la crisis.
En medio de esta situación, el 18 de noviembre, comenzó la operación más delicada desde que se desató la crisis atómica de Fukushima.
Los operarios de la central empezaron a retirar el combustible gastado del edificio que aloja el reactor 4, un proceso que durará alrededor de un año y que abrió la puerta a una nueva fase en el largo desmantelamiento de la planta, que no se culminará en menos de tres o cuatro décadas.
Mientras, por segunda vez desde la crisis de Fukushima, Japón volvió a entrar en un periodo de apagón nuclear, y aún mantiene vivo el debate sobre este tipo de energía.
El nuevo parón atómico comenzó el pasado septiembre cuando se desactivaron, para una revisión rutinaria, los dos únicos reactores que se encontraban en funcionamiento en el país; las unidades 3 y 4 de la planta de Oi (oeste del país).
Tras la crisis de Fukushima y debido a los temores sobre la ,, el Ejecutivo nipón decidió en mayo de 2012 dejar el suministro de este tipo de energía a cero por primera vez en 42 años.
Dos meses después, el 1 de julio, autorizó sin embargo que la planta de Oi retomara sus operaciones para garantizar el suministro en la región de Kansai, la segunda más poblada del país.
Ningún otro reactor se ha puesto en marcha desde entonces aunque el actual Gobierno conservador, que llegó al poder el pasado diciembre, defiende volver a apostar por la energía nuclear y ha aprobado nuevas y más estrictas pruebas de seguridad para que las centrales puedan reactivarse.
Este paso divide todavía a los japoneses, traumatizados por las terribles consecuencias del accidente de Fukushima, pero también preocupados por el importante aumento de los costes energéticos en el país.
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