Y puestos a imaginar, ¿se preguntan cómo sería? ¿Se imaginan la Gran Vía, con sus tiendas, restaurantes y constante bullicio, dominada por famélicas legiones de pequeños individuos desangelados? ¿Y qué impresión nos daría la Plaza Mayor, esa precisamente que no hace mucho trataron de vender al mundo para tomarse un delicioso “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”? ¿Y la Castellana, cómo sería la Castellana? Sin coches, por supuesto, ya que nadie tendría la mayoría de edad para poder conducir. Aunque eso sí, estaría repleta de “locos bajitos”, como les llamaba Serrat en una de sus canciones, mirando los escaparates de las tiendas con una expresión boquiabierta llena de ilusión y esperanza. Pero no se confundan, no serían esas tiendas de juguetes en las que cualquier niño sano suspira por conseguir su ansiado regalo. No, estamos hablando de la ciudad de los niños pobres, y en esas es mucho más valioso un pastel o incluso un pedazo de pan que el último videojuego o muñeca que haya podido salir al mercado. Porque sí, en la ciudad de los niños pobres sí que hay comida, eso no es ficción, pues lo vemos a diario en nuestras propias ciudades en donde una cosa no es incompatible con la otra. Es decir, que no es incompatible una abundancia de riqueza al tiempo que haya infinidad de niños viviendo de una manera precaria. O eso, o es que las ONG nos están mintiendo a través de sus informes en los que se nos dice que en un país como España, de los más ricos del mundo y en plena Unión Europea, uno de cada tres niños está en riesgo de pobreza o exclusión social (y un elevadísimo número de ellos pasan hambre o tienen algún tipo de desnutrición).

Pero claro, eso son cosas que dicen las ONG, y es evidente que esos niños son invisibles para la gran mayoría puesto que no todos viven en una gran ciudad como Madrid. Están desperdigados. Unos cuantos en Salamanca, otros en Sevilla, posiblemente cientos o miles en ciudades como Valencia, Bilbao, Barcelona, Zaragoza, Vigo o tantas otras a lo largo del Estado español. No, no son visibles, y posiblemente debe ser por eso por lo que, para muchos, es menos importante el problema. Pero hay que recordar que esto no surgió de manera espontánea ayer, ni antes de ayer ni tan siquiera hace unos meses. Surgió hace mucho tiempo, demasiado, pero según parece no es un problema de primer orden puesto que no hay que cambiar la Constitución de manera urgente como cuando en apenas unos días el Parlamento se reunió para dar prioridad a la deuda sobre otro tipo de cuestiones. Y tampoco es un problema tan grande como para reunir a todos los ministros de finanzas, tal y como se hizo para salvar a la gran banca.

No, unos tres millones de niños viviendo en la precariedad en un país de los denominados ricos no es un problema de primer orden, siempre y cuando a esos niños no los veamos. Siempre y cuando esos niños no sean los nuestros. Siempre y cuando a ninguno de esos niños se les ocurra aparecer en tromba durante nuestra suculenta cena de Nochebuena. Comprémosles pues a todos unas tabletas de turrón para que celebren el día de Navidad, regalémosles algún que otro juguete el día de Reyes y, si durante el resto del año tienen que mendigar cada día una comida en condiciones, al menos que no los veamos. Y, por supuestísimo, que a nadie se le ocurra concentrarlos a todos en una ciudad de las dimensiones de Madrid puesto que eso sería, probablemente, una noticia de alcance mundial. Y es que… ¡qué sería entonces de la marca España!