En su día lo experimentó en sus carnes Baltasar Garzón y ahora le ha tocado a otro juez, Elpidio José Silva. Para cada cual se valieron de una excusa legal diferente y oportuna, pero no faltan indicios para pensar que el delito que cometieron fue otro, el mismo en ambos casos, putear a quien no debían.

Sé que el tema de moda en estos días es la aparición del primer contagio de ébola en territorio español, pero para no contribuir a más alarmismo irresponsable y más imprecisas especulaciones, prefiero tomarme una buena dosis de prudencia y esperar a tener nuevos datos antes de hacer afirmaciones categóricas que arrojen más sombras que luz a un tema lo bastante complejo y grave como para no andar con frivolidades. En lugar de ello, hablaré de otra plaga que afecta a este país, la de la impunidad de los chorizos y su permanente burla al Estado de Derecho.

Hará algo menos de dos años, en uno de mis viajes a las maravillosas tierras de Aragón, tuve ocasión de escuchar un cuento popular sobre cuyo origen evito pronunciar porque lo desconozco, que me causó honda impresión y me ha venido a la memoria en un día tan infausto para la Justicia. Debido a los estragos de mis recuerdos, quizá algunos detalles difieran del original, pero bastará mi resumen para que el lector se haga una idea.

Resulta que érase una vez, en un pueblo cualquiera, un hombre que iba a ser ajusticiado por haber cometido un terrible crimen. Todo el pueblo clamaba justicia contra tan cruel malhechor y se había congregado en la plaza donde solía ubicarse el cadalso para estos menesteres. La gente estaba impaciente por ver morir a aquel canalla. Los guardias condujeron al reo hasta el patíbulo. La sentencia estaba a punto de cumplirse y el miserable criminal recibiría al fin su castigo. Pero antes de que el verdugo cumpliera con su deber, el condenado solicitó decir unas últimas palabras en público, petición que le fue concedida de buen grado por el alguacil.

-Van vuestras mercedes a matarme por un delito horrible que en verdad he cometido, lo admito, pero vean antes de ejecutar la sentencia que yo soy el único herrero del pueblo, y si me matan, se quedarán sin nadie que hierre los caballos y forje los aperos necesarios para labrar el campo. Conque si me matan, ¿qué será de este pueblo?

Todos los vecinos, hasta ese momento encantados con la idea de ahorcar al reo, se quedaron en silencio, sorprendidos y meditabundos, pues había cierta razón en las palabras del herrero, razón que no habían contemplado hasta ese momento y que lo cambiaba todo.

El condenado siguió hablando.

-En cambio, hay dos sastres en este pueblo, de modo que si se ajusticiara a uno de ellos, nada pasaría, pues seguiría habiendo quien nos vistiera a diario. Decidan vuestras mercedes si debo morir yo, con lo que eso implicaría para el pueblo, o por el contrario debería ser uno de los sastres.

Los murmullos comenzaron a brotar por toda la plaza. Alguien debía pagar por el crimen, y lo lógico era que lo hiciese el autor de tal felonía. Pero era cierto que matar al herrero sumiría al pueblo en el caos, mientras que de hacerlo con un sastre, las consecuencias serían más llevaderas. Uno de esos dos modistos andaba por allí, y ya que lo tenían a mano, a los vecinos les surgió la oportunidad de zanjarlo todo en un momento. Aquel hombre era inocente, desde luego, pero era eso o quedarse sin herrero, lo cual estaba descartado por cuestiones prácticas. Con todo el dolor de su corazón, los vecinos apresaron al pobre sastre y lo llevaron hasta el cadalso, donde fue muerto en lugar del herrero, que a pesar de su crimen pudo volver a casa y cenar con los suyos esa noche.

Es un cuento disparatado, no cabe duda, pero no menos que lo ocurrido ante los continuos escándalos que se van conociendo cada día relacionados con la antigua Caja Madrid y su sucesora, Bankia. En lugar de meter en la cárcel a los que robaron el dinero de la entidad y la condenaron a la ruina, momento en el que el dinero de los españoles fue empleado con generosidad para rescatarla, es el juez que lo intentó quien acaba pagando. Acaso sea que, como en el relato, el sistema pueda prescindir de un juez, pero no de la élite que se reparte el poder en este bendito y honrado país. Condenado Silva, se acabó el problema. Volvamos todos gozosos a nuestras casas, que al menos nos han dejado presenciar una ejecución en el cadalso, aunque haya sido la del sastre y no la del herrero.

No soy un experto en Derecho, de modo que no soy quién para juzgar si Elpidio José Silva cometió o no errores procesales mientras investigaba al expresidentes de la caja madrileña, Miguel Blesa, errores que quizá sí merezcan una castigo, pero una pena de 17 años y medio de inhabilitación (lo que en la práctica supone casi una inhabilitación perpetua, pues el juez tendrá 73 años cuando cumpla la pena) es un despropósito que suena más a venganza y castigo por meterse con la casta de los intocables, que a una punición justa y proporcionada.

Y seguramente tendrá acomodo legal la decisión de los magistrados, pese a que el presidente del Tribunal ha votado por la absolución del juez, pero en cualquier caso, que se dicte un fallo así mientras los que hundieron con su codicia e incapacidad el sistema financiero español y arruinaron con sus estafas a buen número de humildes familias españolas se va de rositas, es un insulto al pueblo del que espero algún día se tengan que arrepentir. Urge más que nunca un cambio de timón en un sistema político y judicial esperpéntico y podrido cuya metástasis acabará en colapso si no se le pone remedio pronto.

No debe extrañar, por tanto, que cada vez proliferen más movimientos dispuestos a poner patas arribas el árbol moribundo que es nuestra democracia. O talamos y replantamos los pocos esquejes sanos que quedan, o toda la planta acabará seca.