En esta edad el niño es totalmente maleable, “blando” comparable con la cera. Todo lo incorpora sin barrera protectora, sin filtro alguno y se graba en él.

Él no solo capta percibe e internaliza lo que observa sino más bien lo que anima a las cosas, las personas, etcétera.

No solo ven a su mamá sino que sienten, vivencian sus pensamientos, sus intenciones, su disposición de ánimo, su estado de salud, etc. Y todo lo que observa y vivencia del medio ambiente, lo imita.

Pero no sólo imita lo que ve y escucha sino que al imitar lo vuelve a vivenciar con el modo, las intenciones, afectos, agresiones, etc., es decir con las fuerzas que acompañaron ese hecho, ese episodio, ese instante del cual nosotros como adultos ni nos hemos percatado. Y todo eso se impregna en él.

En la primera infancia el adulto no puede evitar afectar al niño, él actúa sobre el mismo por su sola presencia.

Todos los sentimientos, pensamientos y preocupaciones que ocurren en el mundo interior de los adultos no están ocultos para el niño. Éstas son realidades que el niño hace propias y nos la refleja constantemente.

Los niños observan instintivamente las decisiones que toman sus padres, las libertades y los placeres que se permiten, las capacidades que desarrollan, las aptitudes que ignoran y las reglas que siguen. Todo eso tiene un efecto muy profundo en ellos. Ellos ven en nuestras actitudes un modelo de cómo se debe vivir.

Cuando vemos nuestras propias actitudes indeseables reflejadas en nuestros hijos, los retamos.

El niño no comprende por qué, si sólo está imitando lo que le enseñamos sistemáticamente a diario. No puede discriminar, está entregado y sólo puede absorber y espejarse en aquello que ve reflejado en nosotros y en su entorno.

A partir de los siete años empieza a tener un poco más de autonomía con respecto al ambiente que lo rodea. Ya no imitan tanto nuestras acciones y buscan en otros, nuevas modalidades para manejarse en el mundo.

Pero la vida afectiva de quienes lo rodean y lo que no alcanza a aflorar a la conciencia sigue penetrando inmediatamente en él.

Ya se trate de felicidad o tristeza, tensión nerviosa o serenidad, alegría de vivir o angustia, el niño no solo es fiel testigo de ello, sino que experimenta toda la emoción como si la recibiera a través de un cable subterráneo. Se alimenta de lo que le sucede al adulto y con ese material, por así decirlo, integra los elementos de su vida interna.

Lo que el niño necesita en esta época es que el adulto provea imágenes que lo ayuden y lo orienten a resolver sus problemas y perturbaciones.

En este septenio, su vida psíquica se halla íntimamente vinculada al adulto y de él depende sobremanera. Le parece bueno, justo y hermoso todo lo que a los mayores conmueve y es a través de los ojos de los adultos que poco a poco aprende a ver y conocer el mundo ya se trate de realidad moral o del universo físico.

La fervorosa admiración del adulto hacia ciertos personajes representados, así como su desprecio y aversión por los viles, se transmitirá a los niños inevitable y directamente. Es ésta participación interna la que engendrará su sentido moral y sensibilidad.

Sandra Aisenberg y Eduardo Melamud

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