Vaya por delante que el título de este artículo no es de mi cosecha, sino un epígrafe cuya autoría desconozco y he retenido en la memoria por su elocuencia descriptiva.

Sobre como fueron en realidad aquellos años, son los historiadores quienes tienen la última palabra. Aunque no deberíamos esperar una respuesta demasiado simplista, porque diez siglos dan para mucho y, aunque los avances fueron en apariencia muy pocos y los retrocesos notables con respecto al mundo romano inmediatamente anterior, la historia nunca deja de moverse, en un sentido o en otro.

Desde un punto de vista general, y tal vez también superficial, muchos podemos estar de acuerdo en que durante la Edad Media el valor que se atribuía a la vida humana era escaso, la crueldad algo habitual y las guerras y enfrentamientos una constante, un modo de vivir comúnmente aceptado. Si a eso le añadimos el fanatismo religioso, la ignorancia generalizada y la miseria material en la que se debatía la mayor parte de la población, adobado todo ello con supersticiones sin cuento y epidemias frecuentes, el resultado es, cuando menos, muy poco alentador.

Pero si detenemos la mirada en una pequeña ermita románica, una abadía, un monasterio o una catedral es imposible no cuestionarse, al menos en parte, esa idea preconcebida sobre aquellos siglos oscuros. La belleza de las formas, la fuerza que emana de los pórticos, el misticismo de los claustros y la profunda espiritualidad que se refleja en los frescos y las policromías que se han conservado, nos hablan de seres humanos tan capaces de destriparse mutuamente en el campo de batalla como de desplegar una sensibilidad que hoy tal vez echamos de menos.

Para levantar esas magníficas construcciones hicieron falta arquitectos, matemáticos, maestros canteros y obreros especializados; pero también artistas ―porque la arquitectura es un arte―, pintores y escultores capaces de poner de manifiesto su genio creativo en gárgolas y canecillos, capiteles, columnatas, rosetones, bellísimas tallas de madera, retablos, artesonados… y, ya en el gótico, vidrieras que inundaban con luz casi celestial los oscuros reductos dedicados a la piedad y la devoción.

También en aquella época, no lo olvidemos, se construyeron la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba, los Reales Alcázares de Sevilla o Medina Azahara, que no son edificaciones cualquiera, sino obras de arte que delatan la sensibilidad y grandeza espiritual, además de la capacidad técnica, de quienes las llevaron a cabo.

Toda Europa está llena de edificios medievales ―los hay por miles ―, que nos hablan de espiritualidad, sí, pero también de inteligencia, conocimientos técnicos, habilidad manual, capacidad creativa y genio artístico. La misma Europa donde tanto abundan los castillos y fortalezas, las atalayas, las ciudades amuralladas y los campos de batalla que nos recuerdan enfrentamientos fratricidas, matanzas, carnicerías y saqueos.

Cómo eran aquellos hombres, aquellas gentes, antepasados nuestros en la noche de los tiempos, constituye un interrogante que solo puede tener una respuesta compleja y llena de matices, lejos de la imagen estereotipada, la excesiva simplificación y la condescendencia con que hoy día miramos el pasado.

 

Autor José Carlos Peña