Tampoco sería original volver a hablar de los precedentes que existen de una imputación como ésta. No es fácil encontrar un caso similar, entre otras cosas porque el cambio de los tiempos ha hecho que los distintos procesos judiciales a que se han sometido miembros de la realeza de España y otras monarquías a lo largo de la historia tengan muchas divergencias con respecto a éste. El tipo de delitos, la naturaleza jurídica de los reales acusados o el contexto social son aspectos que determinan que sea tan difícil encontrar un precedente verdaderamente válido.

Sin embargo, y aunque en alguno de ellos la comparación se deba coger con pinzas, la declaración de Su Alteza el pasado sábado supone una buena oportunidad para recordar algunos otros procesos reales.

En España no encontramos ejecuciones de reyes por orden de un tribunal de justicia, algo que sí hicieron en Inglaterra con Carlos I en 1649 y, por supuesto, en Francia con Luis XVI en 1793 (la orden de ejecución de Nicolás II de Rusia y su familia en 1917 se aleja sobremanera de cualquier posible proceso de justicia, aunque en los otros casos tampoco hubiera muchas garantías para los acusados). En realidad, el respeto que en la piel de toro hemos sentido tradicionalmente por los que ciñen la corona ha hecho que desde el deceso violento de Pedro I de Castilla en 1369 a manos de su hermano Enrique de Trastámara (posterior Enrique II de Castilla), no conste el asesinato de ningún rey español (Alfonso XIII se libró por los pelos), cosa que no ocurrió en otros países europeos, y eso a pesar de los rumores de envenenamiento que recaen sobre la muerte de algunos monarcas como Enrique IV de Castilla o de fallecimientos tan extraños como el de Carlos II de Navarra (muerto al incendiarse los trapos empapados de coñac con los que lo cubrieron los médicos para que se recuperara de un desmayo).

Por tanto, lo más parecido a un rey sometiéndose a acusaciones sería el juramento de Santa Gadea, por el que Alfonso VI de León negó en 1072 su vinculación con el regicidio de su hermano Sancho II de Castilla, si bien son muchos los historiadores que rechazan la autenticidad de dicho acontecimiento.

No obstante, sí tenemos en España casos de sanciones o reparaciones impuestas a integrantes de la Casa Real por su reprochable conducta. Así, por ejemplo, con sólo once años, el desequilibrado príncipe de Asturias Carlos de Austria y Portugal (hijo de Felipe II que encontró la muerte antes de convertirse en rey) hubo de indemnizar al padre de una muchacha a la que mandó azotar para su diversión. Su demencial comportamiento, fruto de un desorden genético provocado por la habitual endogamia habsbúrguica, casaba poco con la rectitud que blasonaba su padre, al que además intentó traicionar en varias ocasiones para arrebatarle el control de los Países Bajos. Por todo ello, Felipe II acabó ordenando el arresto y confinamiento de su vástago en 1568. El muchacho, que por entonces aún no había cumplido los 23 años cuando lo encerraron, murió meses después, un episodio rodeado de misterio que contribuyó a alimentar la leyenda negra del monarca de El Escorial.

Otro soberano que hizo de la restauración de la moral y las viejas costumbres la razón de ser de su principado, aunque no fuera español, fue el primer emperador de Roma, Octavio Augusto, el cual no dudó en desterrar a su única hija, Julia, después de conocer la promiscua y disipada vida que llevaba. Aunque este ejemplo no tenga que ver con la monarquía española, se trata de una idea que, a fin de cuentas, se ha aplicado también con nuestra infanta, primero en Estados Unidos y después en Suiza.

Pero si lo que buscamos es otro caso en el que una infanta de España haya tenido que responder a las acusaciones de un tribunal, podemos remontarnos a uno de los episodios más famosos de la historia, no del país ibérico, sino de Reino Unido. En 1529, Catalina de Aragón, infanta de Castilla y Aragón y reina consorte de Inglaterra, se enfrentó al proceso de Blackfriars, en el que se juzgaba la validez de su matrimonio con Enrique VIII. Tras un encendido discurso, Catalina abandonó la sala con la altanería propia de una española y dejó plantado a un tribunal cuyo veredicto estaba fijado de antemano. Aquella dignidad de la hija de los Reyes Católicos, unido al cariño que la profesaban sus súbditos ingleses por su forma de ser, hizo que su salida de la estancia se produjera entre los aplausos de los asistentes.

Cuán distinta de la salida, en coche, de doña Cristina de Borbón de los juzgados de Palma…