No obstante, hay que dar al César lo que es el César, y retrotraernos al momento de la transición española para  agradecer la aportación institucional de la Corona en aquellos momentos difíciles. Si hace unas semanas recodábamos el coraje de Adolfo Suarez, hoy toca hacerlo con la capacidad de Juan Carlos para evolucionar desde sus raíces franquistas a posiciones claramente democráticas. Mucho se ha escrito sobre su papel en aquel intento involutivo y retrógrado del 23-F y a pesar  de los claroscuros del momento, el resultado final fue el de asegurar el camino democrático.

Sin embargo, el tiempo es un enemigo implacable, y tanto en merma física como en la visión  de los hechos por los que seremos recordados, nos espera sin impaciencia a la vuelta de la esquina.

No voy a analizar el papel del monarca durante estos cerca de cuarenta años de reinado, cantores tendrá Juan Carlos que glosen su reinado, pero sí quiero referirme a la Institución como tal, sin acritud y sin apoyarme en las últimas crónicas  que han llevado a su “debilitamiento institucional”.

La monarquía, a mi modo de ver, es un vestigio histórico que debería estar superado, máxime en una nación que está en deuda con sus breves pasados republicanos, siempre cercenados por los poderes ancestrales y siempre por la fuerza. El modo en que fue reinstaurada por las Cortes del dictador  fue, cuando menos, alegal, y la elección de Juan Carlos, discutible. Bien es cierto, que el pueblo español consagró en su Constitución la forma de Estado de la Nación y por tanto, llegada la dimisión del rey, debería ser de nuevo consultado sobre la continuidad de la monarquía.

 

Algunos de ustedes me dirán que no es el momento, que hay cosas más importantes que resolver. Podría estar de acuerdo si no tuviese la convicción de que, para remediar muchos de los males que socialmente nos afligen, hay que cambiar unas cuantas cosas en nuestra Constitución y para que estos cambios tengan el calado preciso, la incisión en nuestra Carta Magna tiene que ser profunda y esperanzadora. Hay multitud de temas a tocar, desde nuestra concepción territorial, hasta nuestro sistema electoral y para ello precisamos de una jefatura de estado moderna y eficaz, pero sobre todo, elegida por el Pueblo. Cualquier dilación en la toma de decisiones, supone un retraso histórico que no podrá evitar lo ineludible. Si tuvimos que modificar nuestra Constitución para asegurar a los voraces inversores el cobro de sus artimañas y mangoneos por encima de nuestras necesidades básicas, bien podemos participar en la forma de proyectar el futuro. No se trata de demoler el edificio institucional de la monarquía, por la sola razón de destruirlo, se trata de edificar algo mejor, más razonable, más cercano y transparente. Como dice el himno de Riego: “Seremos alegres, valientes y osados…”