“¡Que olvido tan necio de la condición mortal, diferir hasta los cincuenta o los sesenta años los buenos propósitos y querer comenzar la vida desde un punto a donde pocos la han prolongado!”
Aunque pueda parecer sorprendente, estas palabras fueron escritas en el siglo I de nuestra era, es decir, hace unos dos mil años. Por aquel entonces, Séneca ya reflexionaba sobre esa opinión tan extendida, antes y ahora, de que la vida es demasiado corta y solo nos concede unos pocos años para dedicarnos a lo que realmente nos gusta.
En su libro “Sobre la brevedad de la vida”, el pensador cordobés afirma que no es así, y que si la vida nos parece corta es porque malgastamos el tiempo persiguiendo metas que en realidad no son tan importantes, dejándonos arrastrar por pasiones que nos desvían de nuestro camino o, lo que es mucho peor, procastinando, postponiendo todo aquello que deseamos hacer pero nunca vemos el momento de empezar. Y dedica no pocas críticas a los que él llama irónicamente “atareados”, refiriéndose a quienes consumen su tiempo y su energía en minucias que llenan el día, pero impiden el sosiego imprescindible para volver la mirada hacia uno mismo.
Antes de seguir conviene recordar que Séneca fue uno de los hombres más ricos de su tiempo, y que en su vida cotidiana nunca le faltaron esclavos y sirvientes que lo aliviaran de las tareas más engorrosas del día a día. Consciente de ello y de las contradicciones entre su modo de vida y las ideas que defendía, se justificaba arguyendo que aún no había alcanzado la sabiduría y solo era un simple mortal lleno de imperfecciones, algo así como haz lo que digo pero no lo que hago.
Aunque no por eso deja de ser verdad que hoy, de la misma manera que en el siglo primero de nuestra era, son cada vez más los que sueñan ―o soñamos―, con la llegada de ese momento, en torno a los sesenta años, en el que nos veremos libres de muchas de nuestras obligaciones, sobre todo de trabajar, y podremos dedicar nuestro tiempo a realizar los sueños que siempre hemos alimentado.
Sin embargo, también es cierto que antes igual que ahora, la inmensa mayoría de los seres humanos cargamos con la maldición bíblica de ganar el pan con el sudor de nuestra frente, y que tal maldición, a pesar de las revoluciones industriales y tecnológicas, sigue vigente y no tiene visos de cambiar.
Se nos va la vida trabajando y enredados en todas esas engorrosas minucias de lo cotidiano, abrumados además por la cultura del consumismo y las variopintas y diversas ofertas de ocio y entretenimiento, que generan más frustración que satisfacciones.
Practicamos el individualismo a ultranza, muchas veces rayando en el egoísmo puro y duro, y sin embargo nos quejamos de no disponer de tiempo para nosotros mismos. Lamentamos no atender a nuestros hijos como creemos que se debería hacer, y delegar el cuidado de nuestros mayores en manos profesionales, y aún así decimos que el día debería tener más horas, el tiempo habría de pasar más despacio y la vida resultar un poco más larga para dar cabida a todas nuestras aspiraciones.
Quizá, ciertamente, es poco lo que podemos hacer al respecto mas allá de ser conscientes de nuestras contradicciones. Los estoicos recomendaban dedicar todos los días un momento a pensar en la muerte, convencidos de que tal ejercicio ayudaba a reordenar las prioridades de cada uno. Otros, más actuales, evocan la Ley de Parkinson, según la cual el trabajo se expande hasta que ocupa por completo el tiempo destinado para su realización, sea ese plazo más largo o más corto; que es como decir que siempre esperamos al último momento para hacer lo que tenemos que hacer.
Séneca criticaba a los que esperan a los cincuenta o sesenta años para dejar el negocio y dedicarse al ocio, pero hoy día nuestros sistemas de jubilación tienden a demorar cada vez más ese momento.
Posiblemente deberíamos recordar al señor Parkinson, el de la ley, y dedicar un ratito todos los días, no a pensar en la muerte, sino en nosotros mismos, en lo que de verdad, de verdad, nos importa a cada uno.
Autor José Carlos Peña
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