Sin embargo a Edward Snowden, el joven objeto de tanta sospecha, no le gustaría este adjetivo. Él se siente un transeúnte con miedo de regresar a los Estados Unidos, el porqué se lo dirá a las asociaciones pro derechos humanos con las que ha solicitado reunirse. Cuando aparece la vicedirectora de Human Rights Watch y charla con el supuesto espía, anuncia que el joven pide asilo político a Rusia, para poder exiliarse a América Latina. Snowen tiene en su poder suficiente información como para hacer temblar al aparato gubernamental y político estadounidense. El periódico “The Guardian” le define como “la peor pesadilla de los Estados Unidos”. A la Agencia de Seguridad Nacional del país más poderoso del mundo, le ha salido un grano en el culo del tamaño de la estatua de la Libertad. Porque eso, precisamente, es lo que está en juego: La libertad.
A raíz del llamado “caso Snowden”, los sufridores de las películas de misiones imposibles y espionajes varios, nos hemos enterado de que nuestros socios americanos espían a los posibles enemigos de la democracia y a los terroristas y de paso a sus aliados, a sus amigos y a cualquier ciudadano que se les antoje. Y que es muy probable, solamente falta que aparezca otro Snowden alemán o inglés, que otros países hacen lo mismo. El Centro Nacional de Inteligencia español (CNI), por ejemplo, fue el encargado de recopilar 60 millones de comunicaciones para los servicios estadounidenses: llamadas telefónicas, SMS, correos electrónicos y mensajes en redes sociales, según relevó el director de la Agencia de Seguridad Nacional, norteamericana (NSA), Keith Alexander.
Con todo este batiburrillo de datos, nos imaginamos a miles de agentes, pegados a ordenadores siguiendo conversaciones, escritos y opiniones. La mayor parte de ellos para conocer dónde se depila las piernas la Merkel o el nombre de la academia de inglés de Ana Botella. Quizás para conocer los teléfonos de la agenda de Berlusconi y no refiero a la política. ¿Se imaginan con la cantidad de datos que tienen que trasegar esos pobres funcionarios públicos? Se acabaron aquellos espías de gabardina y mini cámara oculta en la bragueta, ahora son cientos de horas pegados a Internet o al móvil. Poco glamur diría yo.
Tal vez se preguntaran ustedes y con razón para qué sirve tanto espionaje. Las respuestas, pensarán ustedes, están en los papeles de Snowen o en el higiénico de su baño. Porque, al parecer, mucho de lo que consiguen estas agencias de inteligencia, sirve para lo mismo. No se engañen, efectivamente no estamos mucho mejor protegidos con tanto espionaje, pero sí mucho más controlados. Y eso es lo que se pretende.
No, no quieren saber dónde se depila la Merkel, pero sí lo que le cuenta a su esteticista. Tampoco el nombre del “teacher” de Ana Botella, pero sí con quién toma la copita de café con leche. Les importa un bledo lo que escriba este humilde comentarista, pero ojo que en sus escritos repita mucho las palabras Libertad, Revolución o Igualdad. Las de justicia, paz, honradez y tolerancia ya les dan menor importancia, esto lo tienen presuntamente controlado. Los datos que les importan son los que pueden favorecer o perjudicar a los de siempre.
A mí me gustaban mucho más los espías de antaño. Esos que lo hacían por un ideal, incluso por dinero, eran más sinceros. Como Juan Pujol un barcelonés que consiguió engañar a los poderosos y deshumanizados servicios secretos de la Alemania nazi y que gracias a sus servicios como doble agente, Garbo para los ingleses y Arabel para los alemanes, fue posible la invasión de Normandía, con el éxito que todos conocemos. No sólo convenció a los nazis de que el desembarco iba a ser por Calais, si no que montó una tupida red de espionajes para los nazis que nunca existió. ¡Y cobrando!
Ahora ya no es así, el espía moderno está todo el día escuchando, fisgoneando y clasificando. Millones de datos y conversaciones pasan por sus manos o por sus oídos, yo ya les he cogido confianza; incluso a veces, aprovechando el Line y el Whatshapp, les pregunto cosas: “Oye John”, le digo, “¿Qué narices tengo que hacer el lunes que viene?”. Él, un tipo muy amable de Cincinnatti, casi siempre me contesta, eso sí, en clave. Y cuando nos carteamos lo hacemos con tinta invisible, en recuerdo a los buenos tiempos.
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