Un cerebro capaz de los mejores descubrimientos y un espíritu pleno de sentimientos y preparado para los mejores entendimientos; capaz de sentir piedad, solidaridad y amor. Con todos estos ingredientes podría decirse que la verdadera piedra filosofal capaz de transformar al mundo somos nosotros mismos.

Por eso inquieta que, frente a estas posibilidades casi infinitas, también se encuentran los extremos más miserables, la maldad más retorcida, la avaricia más insolidaria y las fobias más repugnantes. Es como si este ser, dotado para lo mejor, tuviese en su amalgama vital la posibilidad de transformar la pureza del oro innato en un vil metal incapaz del más mínimo sentimiento. Así encontramos a lo largo de la historia nombres de personajes que no merecen el calificativo de seres humanos. Sin embargo, por fortuna, la mayoría de nosotros somos dignos de llamarnos así.

Ante la avalancha de gentes que huyen del hambre, la muerte y la persecución – gentes como nosotros – tenemos que abrir nuestras fronteras y nuestros corazones. Dirán muchos de ustedes que, con lo que le está cayendo a la vieja Europa, la llegada de gentes necesitadas puede asustar; porque no hay nada más miserable que la creencia de que somos mejores que los demás. Tal vez sea el mismo temor que hace cien, doscientos o quinientos años, sintieron los antepasados de los que hoy buscan refugio al ver llegar a los conquistadores, a la delgada línea roja del ejército británico, o a la infantería de marina de los Estados Unidos.

Si amigos, Europa ha sido capaz de llevar su cultura allende los mares, pero al mismo tiempo transformar, someter y cambiar otras tan antiguas que se pierden en los principios de la civilización. Sin embargo, nuestra gloria real se debe a ser tierra de acogida, cuna de la  democracia y lugar de tolerancia. En consecuencia debemos ser capaces de saber administrar todo este éxodo que se nos viene encima.

No voy a negarles que, entre toda esta gente de aspecto desesperado y todos esos niños que precisan de cariño y de futuro, existe la posibilidad de que se cuelen algunos fanáticos con aviesas intenciones. Pero siempre serán minoritarias frente a esas influyentes personas que desprecian, traicionan o explotan a sus conciudadanos y que son xenófobos en su casa y turistas sexuales o traficantes de armas, drogas o de almas en otros lugares. Debemos defendernos de los unos y de los otros, porque ambos tiene distintas formas de matar pero son igual de letales.

Abandonar a otros seres humanos para mantener nuestra parcela de tranquilidad – y de cómoda intransigencia – es impropio de la grandeza de espíritu; disconforme con ese don de ser solidario y justo; y disonante para entonar los sentimientos más elevados. La mayoría no somos así, somos barro; pero arcilla capaz de moldearse en la mejor de las obras de arte. Los otros, los que no han sido capaces de la transformación vital son fango, fango pantanoso, arena movediza que se agita sólo por  su propio beneficio o por las consignas de unos cuantos descerebrados incapaces de jugarse su pellejo y manipulando a otros miserables.

Aquí estamos, con nuestra vieja Europa a cuestas. Llenos de heridas y de cicatrices; de persecuciones y de éxodos, de locos que quisieron someter al mundo o imponer sus voluntades. Somos sólo supervivientes. Como los que hoy esperan frente a nuestras fronteras.