¿Será posible que un escritor presto a crear buenas historias, pueda con esta herramienta dotar a sus ideas la brillantez que no es capaz de darles por sí mismo?
El Reino de España a veces parece desplomarse, hundirse para renacer e incorporarse con más bravura ante un pueblo defraudado de promesas envueltas por la soberbia de sus dirigentes.
El desarrollo de las técnicas de geolocalización, como el GPS, está relegando al olvido la cartografía convencional, esa que no solo nos marca la ruta que debemos seguir sino que, además, pone ante nuestros ojos los contornos del mundo.
Exento de miedo y de tremendismos, y con un delicado orden impropio de las creencias paganas, me siento como un fragmento de tiza.
Sintiendo mucho contradecir a los genios lingüísticos —que no genias lingüísticas— que han surgido de nadie sabe dónde pretendiendo dar lecciones de gramática a los pobres ignorantes que les rodeamos.
Si hay algo que se nos da especialmente bien a los seres humanos, es convivir en buena armonía con nuestras propias contradicciones. Nos autoproclamamos hace tiempo los reyes de la creación, pero no tenemos mayor problema en asolar ese reino que teóricamente nos pertenece.
Y sí, hubo algunos que quisieron aportar su granito de arena a ese gran montón que iba creciendo día a día con la ayuda procedente desde diversos puntos del mundo. Se diría que este montón crecía al mismo ritmo que la guerra, y al mismo que las penas que estaba provocando en la población, tanto civil como militarizada.
Hace unos días, mientras caminaba por una calle de este Madrid antiguo, entré en una tienda de ultramarinos, una de las pocas que aún resisten al paso del tiempo y a la dictadura de las grandes superficies.
Estamos en el siglo XXI, aquel que los de mi generación veíamos tan lejano, tan idílico y apasionante.